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Hombre viejo caminante, errante. Caminaba lento y su paso era viejo y rasgado por su andar errante. No había alma que lo retuviera y los gatos a su paso descendían en la tierra esfumándose del pavimento.

Hombre viejo caminante, errante. Caminaba lento y su paso era viejo y rasgado por su andar errante. No había alma que lo retuviera y los gatos a su paso descendían en la tierra esfumándose del pavimento. Solos él y ellos, sus amigos errantes del purgatorio. A su espalda caminaban –sin rozarse– los recuerdos de la juventud; almas saltarines e inquietas, en sus rostros la vivacidad del poder y las ansias de peligro se veían. Eran recuerdos que hacían más viejo al viejo: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. La vejez no avizoraba en esos tiempos del recuerdo, jamás había sido una preocupación y ahora representaba la mayor y única de entre todas. Dormir con el pijama con el que sale a la calle en las tardes, rociado de humo y aires contaminados; la cáscara de la nuez o la roca de pan que se habían escurrido al desayuno. Un olor a viejo de tabaco y a tabaco viejo, pues solo consume dos o a lo sumo tres en el día, porque su sobrina anda siempre vigilante por si lo hace una vez más.

 

Los tres cigarrillos diarios habían sido una ardua campaña de guerra que se había prolongado con los años; años que servían al viejo para volverse más torpe, pero a la niña para crecer más vivaz y atenta. Por los años en que las guerras civiles se transformaron en guerras de guerrillas el viejo tuvo que dejar de fumar, se lo estaba llevando la enfermedad y la paranoia, no podía competir con las dos y tuvo que dejar uno. A hoy, tres cigarrillos diarios no serían ni la cuarta parte de lo que fumaba en dos horas, más o menos. Conquistó esos tres después de haber perdido gran parte de sus territorios. Lo hizo a punta de tratados y acuerdos; largos procesos que incluían ceder territorios –el viejo tuvo que proveer a la niña de una ración de dulces semanal durante varios meses–, así como contar la historia de grandes personajes –héroes y heroínas, incluso alguno que otro mártir– y algunos dientes que brillaban por su ausencia.

 

El viejo caminando recordaba cómo había empezado a recordar y a olvidar lo que había que hacer. Caminaba más lento aun tratando de recordar, pero solo conseguía recordar lo que había hecho olvidar aquello que tenía que recordar. Su caminar lento lo hacía parecer aún más viejo, casi al punto de estar en la siguiente etapa, donde su espalda se encorva y la fatiga es evidente. La ruina física antes de ser polvo. No quería ni pensar en lo que podría ser el recuerdo en esa etapa; seguramente recordaría lo que tendría que recordar hoy y ya lo habría olvidado de nuevo, pero seguramente sus otros recuerdos no. No esos que esa vez, aquella vez, hicieron que recordara algo, sino que al contrario habían hecho que olvidara algo. Esos no. Seguramente recordaría de nuevo cuando era joven, el rostro joven de sus amigos que ahora eran solo almas errantes como él. De esos amigos algunos estarían vivos, pero serían un recuerdo más; serían errantes en la misma etapa en la que está el viejo.

 

La fuerza de la vejez en su espalda le hace a veces agachar la cabeza, haciendo inevitable fijarse en la viveza y sequedad del pasto que pisa. Ese mismo pasto que pisaría hace muchos años cuando fue obligado a hacer parte de la milicia; ese pasto ahora le recordaba esas épocas. El pasto siempre había sido su fiel espectador, y al mismo tiempo el espectáculo, cuando tenía que caminar largas distancias y el cansancio –pero no la vejez– le hacían agachar la cabeza también. Los pasos que mira ahora no van a la misma velocidad, ni siquiera su calzado es igual, es claro. Lo que otrora había sido su dotación más preciada, sus botas, ahora no eran más que un par de alpargatas tejidas a máquina; casi nada de lo que recuerda es como es ahora, todo ha cambiado y hasta sus pasos lo notan. Todo con lo que creció ya no existe.

 

A medida que camina vienen llegando más recuerdos y más lejos de su memoria se encuentra lo que tiene que hacer, a lo que lo han enviado. Su método es rústico, griego, y susceptible a la duda constantemente: consiste en seguir caminando. Sabe el viejo que en algún momento recordará lo que es debido hacer y que por un momento sus recuerdos desacelerarán el paso, también están cansados y llevan mucho tiempo persiguiendo al viejo a todo lugar en todo momento. Sus recuerdos, finalmente se ha dado cuenta, son sus más fieles compañeros; allí está todo. Todo lo que pueda ser ahora lo ha sido en sus recuerdos. No se arrepiente de nada sino solo de no poder recordar todo; no le da miedo, incluso, pensar en que puedan ser más. Tiene miedo, más bien, de no recordar nunca más. Pero ¿qué era lo que tenía que hacer?

 

Al parecer ha seguido caminando más de lo que puede recordar, sin embargo, como es justo, sus recuerdos no acaban. Aunque haga el mismo ejercicio todos los días, los recuerdos varían o se repiten, siempre son una experiencia nueva basada en el pasado. Recordar para el viejo no es una necesidad o un simple proceso mental; es recorrer, con la memoria, todo un mundo paralelo. Recordar es la práctica para el viejo; la praxis. El viejo lo entiende perfectamente, porque lo recuerda. Recuerda tener que pasar noches enteras dando vueltas en la cama, así como noches enteras dando tumbos por la calle. Esta vez el recuerdo de su juventud regresa de manera fugaz, imponente y oscura. No es que el recuerdo sea borroso, como suele serlo para todos los mortales, es el recuerdo mismo que es así. Así lo recuerda el viejo. Esas noches en las que pasaban las horas sin asco, sin miedo, sin nada que las detenga; ni siquiera el propio tiempo pudo retener esas horas en las que el viejo era joven pero se percataba de la vejez que habría de venir, esta sí, con miedo. Es decir, el tiempo en el que el viejo se volvía viejo. La vejez, como todo, no llegaba toda en una, pero era más angustiante ver cómo iba llegando y a la vez, cómo se iba perpetuando. Larga, suave y sistemáticamente constante. Cuando ya todo dejaba de ser y volvía a ser, en una ondulación mermada por la desolación y el entusiasmo por vivir.

 

A la mierda con todo, al viejo le gustaba la vida, le gusta. Es un poco fofo y perezoso, la misma naturaleza lo volvió así. ¿Cómo se le ocurre a la vida, hacer abuso del uso de su hermandad con la naturaleza? ¿Por qué no dejarlo entero? Los simples recuerdos pueden matarlo, acabarlo; pueden incluso hacerlo ver más viejo de lo que es ahora. Pero no, la vida tenía que aliarse con la naturaleza; al viejo le gustaba la vida enormemente porque tenía su cuerpo de su lado. Ahora le falla, lo traiciona. La vida y la naturaleza prefirieron que la mente del hombre fuera más fuerte que todo su cuerpo; el viejo tuvo la ‘mala’ fortuna de sobrecargar su mente y cultivar su cuerpo, es mala fortuna porque lo que ocurrió fue precisamente lo contrario, sobrecargar su cuerpo y cultivar su mente. Las dos hermanas que afectan al viejo son ahora sus más cercanas amigas, solo que pesan un poco más que el resto de sus amigos. No solamente hacen parte de su memoria, sino que también hacen parte de ellas mismas. Es decir, el viejo no puede andar dos pasos más sin que, primero, se vuelva más viejo y, segundo, recuerde más o sume más cosas a su recuerdo. La naturaleza está en la primera, camina con él, se vuelven viejos los dos: el viejo y la naturaleza. En la segunda, la vida, indiscutiblemente. El viejo ve su vida –incluso la presente– a través de la memoria, aunque ahora la falle también con la única intención de no dejarlo tranquilo. Porque está claro que jamás lo volverá a dejar.

 

Jesenská

 

Por, Andrés Eduardo Zárate Orjuela

 

Sobre el autor…

Sociólogo. Escritor de medio tiempo y de medio pelo. Gran parte de lo que escribo son cosas que pasan en realidad, es decir, en la realidad que creo cada vez que escribo.

 

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Imagen tomada de internet: lalobarker.blogspot.com

 

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